miércoles, 24 de septiembre de 2014

Ulises y el cíclope Polifemo


Yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con dulces palabras:
«cíclope, ¿me preguntas cuál es mi nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de la hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y mis compañeros».
Así hablé y él me contestó con ánimo cruel:
«A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a los otros antes. Este será tu don de hospitalidad».
Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbado con su robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino. Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el fuego, verde como estaba, y se calentaba terriblemente, me acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon, pues sin duda un demonio les infundió gran valor. Tomaron la aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un hombre taladra con un trépano la madera destinada a un navío –otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la madera gira continua, incesantemente–, así hacíamos dar vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la pupila, el soplo del fuego le quemó los párpados, y las cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría para templarla, y esta estrinde grandemente –pues este es el poder del hierro–, así estridía su ojo en torno de la estaca de olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
Odisea, canto IX, 360-398 (traducción de José Luis Calvo)

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