miércoles, 24 de septiembre de 2014

Despedida de Héctor y Andrómaca


La esposa de Héctor, de broncíneo casco, le salió entonces al paso, y con ella se acercó la sirvienta, llevando en su regazo al delicado niño, todavía sin habla, el preciado Hectórida, semejante a un bello astro. Héctor solía llamarlo Escamandrio, pero los demás Astianacte; pues Héctor era el único que protegía Ilio. Este sonrió mirando al niño en silencio, y Andrómaca se detuvo cerca, derramando lágrimas; le asió la mano, lo llamó con todos sus nombres y dijo: 
«¡Desdichado! Tu furia te perderá. Ni siquiera te apiadas de tu tierno niño ni de mí, infortunada, que pronto viuda de ti quedaré. Pues pronto te matarán los aqueos, atacándote todos a la vez. Y para mí mejor sería, si te pierdo, sumergirme bajo tierra. Pues ya no habrá otro consuelo, cuando cumplas tu hado, sino solo sufrimientos. […] ¡Oh, Héctor! Tú eres para mí mi padre y mi augusta madre, y también mi hermano, y tú eres mi lozano esposo. ¡Ea!, compadécete ahora y quédate aquí, sobre la torre. No dejes a tu niño huérfano, ni viuda a tu mujer. […]». Le dijo, a su vez, el alto Héctor, de tremolante penacho: 
«También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero tremenda vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, si como un cobarde trato de escabullirme lejos del combate.[…] Bien sé yo esto en mi mente y en mi ánimo: habrá un día en que seguramente perezca la sacra Ilio, y Príamo y la hueste de Príamo, el de buena lanza de fresno. Mas no me importa tanto el dolor de los troyanos en el futuro ni el de la propia Hécuba ni el del soberano Príamo ni el de mis hermanos, que, muchos y valerosos, puede que caigan en el polvo bajo los enemigos, como el tuyo, cuando uno de los aqueos, de broncíneas túnicas, te lleve envuelta en lágrimas y te prive del día de la libertad. […] 
Más ojalá un montón de tierra me oculte, ya muerto, antes de oír tu grito y ver cómo te arrastran». 
Tras hablar así, el preclaro Héctor se estiró hacia su hijo. Y el niño hacia el regazo de la nodriza, de bello ceñidor, retrocedió con un grito, asustado del aspecto de su padre. Lo intimidaron el bronce y el penacho de crines de caballo, al verlo oscilar temiblemente desde la cima del casco. Y se echó a reír su padre, y también su augusta madre. Entonces el esclarecido Héctor se quitó el casco de la cabeza y lo depositó, resplandeciente, sobre el suelo. Después, tras besar a su hijo y mecerlo en los brazos, dijo elevando una plegaria a Zeus y a los demás dioses: 
«¡Zeus y demás dioses! Concededme que este niño mío llegue a ser como yo, sobresaliente entre los troyanos, igual de valeroso en fuerza y rey con poder soberano en Ilio. Que alguna vez uno diga de él: “Es mucho mejor que su padre”, al regresar del combate. Y que traiga ensangrentados despojos del enemigo muerto y que a su madre alegre el corazón». 
Tras hablar así, en los brazos de su esposa puso a su hijo, y esta lo acogió en su fragante regazo, entre lágrimas riendo. Su marido se compadeció al notarlo, la acarició con la mano, la llamó con todos sus nombres. 
Ilíada, Canto XXII, 400-485 (traducción de Juan M. Rodríguez) 

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